Los últimos alacalufes en la pupila de Paz Errázuriz En este "Mes de la Foto" la exposición individual de serigrafías y fotos de Paz Errázuriz en el Museo de Bellas Artes tiene a los últimos alacalufes como protagonistas. Una improbable descendencia de la etnia aparece como justificación primera del trabajo gráfico. Nómades del mar, ahora anclados a la deriva de una historia no elegida, sobreviven tan pocos como pocas son, también, las referencias que los aluden. Martin Hopenhayn
Entre todas estas identidades/desidentidades marginales que la fotógrafa recupera en su obra, ésta tiene algo distintivo: su marginalidad no radica en su falta de lugar, sino en la pérdida del nolugar, del movimiento. Boxeadores pobres, artistas circenses, vagabundos, prostitutas: todos parecieran siempre añorar un topos, un sitio claro y distintivo que puedan hacer suyo. Los alacalufes, en cambio, han sido asentados por otros, perdieron su movilidad y su nomadismo. La imagen atrapa ahora este desamparo invertido, disociado de la falta de territorio y asociado a una cierta pesantez de los cuerpos. El extravío yace ahora en la inmovilidad, no en el vagabundeo. La misma foto opera doblemente en esto: por un lado es la imagen de los últimos alacalufes, los que han sido sedentarizados, fijados en el espacio, asentados. Por otro lado la propia foto, en su exagerada objetividad, exacerba también esta fijeza, esta estática propia de una cultura nómada que ha perdido su carácter dinámico. Fotos que en su deliberada convencionalidad ratifican esta sedentarización-chilenización de lo que sólo podía afirmarse permaneciendo irreductible, y que parecen querer asumir esta contradicción: fijar para hacer sobrevivir, pero a la vez mostrando a aquellos que, al quedar fijados, no podrán sobrevivir.
¿Pero qué has hecho, Paz Errázuriz, con los originales, los que mantienen una lengua intacta y resisten la copia? ¿Están en las fotos veladas o navegarán hasta morir sin dejar registro? Y estas mismas preguntas que te hago: ¿serán otro tic de la blanca pretensión de ubicuidad? ¿Hasta dónde pretendimos domesticar la diferencia de los otros mediante el simulacro oficial de protección especial a las minorías autóctonas? ¿Quién les devuelve ahora la procreación perdida?
Vayan donde vayan, siempre en el margen. Contradictoriamente, sólo en las, fotografías ocupan el centro del espacio. Pero fuera de ellas son desde siempre los otros, incansables perdedores. Los que están desde antes pero a la vez los que llegaron tarde. Los que habitan la frontera entre lo reconocido y lo descartado. Son ellos los alacalufes occidentales, y huelen a alcohol y a un panal de enfermedades que los sorprenden indefensos. Los que al perder el nombre perdieron el habla, o viceversa. Es cosa de mirar las fotos y sus títulos. Los nombres han sido "chilenizados", su designio es ser designados desde fuera o desde otros. Sólo unos pocos mantienen todavía doble nombre, conservan el original y pueden nombrarse tanto sobre el agua como en tierra firme.
Se dice de las primeras fotografías de los alacalufes que los muestran "hirsutos, con el rostro hundido en una inmensa cabellera, deambulando completamente desnudos y muy a sus anchas sobre el puente de un buque, fumando un cigarrillo con supremo desdén por los espectadores" (Joseph Emperaire). Pero en esta otra punta del tiempo, en el último testimonio fotográfico bajo el lente de Paz Errázuriz, quedan puestos en lo que queda de ellos, como "máscaras funerarias" (Claudia Donoso). Los rostros revelan lo que la fotógrafa dice de ellos en una reciente entrevista: conciencia de la fatalidad, dejados de la mano de Dios. Nada pintoresco, ni bonito, ni divertido, ni tremendamente interesante. Fotos poco discursivas, replicando y duplicando la tosquedad de la realidad que padecen los sujetos de las fotografías. "Portan en los cuerpos las huellas por las que la historia pasó y decidió, consciente más que inconscientemente, olvidarlos... el horror de la muerte, la alegría de la supervivencia" (Eugenia Brito). Como dice Paz Errázuriz, es como acercarse al fin de algo, transitar por la metáfora de la muerte. Yo agregaría: perpetuar lo terminal en la imagen. (Cierto: todavía están los canales como surtidero de alimentos, pero ya no como el sustrato móvil que los cobijaba. Quizás circulan todavía, fuera de las fotografías, herramientas que fueron siempre muy simples, largos cementerios de chozas dispersas en los lugares de paso, arpones de hueso mimetizados en la arenilla, troncos ahuecados que tanta canoa dispensaron y ahora parecen nichos para náufragos). Vamos finalmente a la exposición. Lo primero que entrampa al ojo son las serigrafías, enormes y porosas. Como si el tamaño y la textura estuvieran allí para no olvidar la viscosidad de la colonización: una asimilación forzada pero a la vez vetada. Por su tamaño y porosidad, la serigrafía ostenta cierta falta de piedad.
Al final, el mutismo de las fotos amplifica el mutismo de la impotencia. Alguien de espaldas al mar renuncia. Alguien se sienta sin entender. Alguien sólo mira de soslayo mientras otro ríe todavía. Alguien no oculta el desaliento y alguien rema con perro en popa. Pero sobre el agua una roca se partió en dos. Así muere la descendencia. © EL MERCURIO,
domingo 8 de septiembre de 1996
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